ZAIDA
Esta vez Candela había conseguido no gritar. Solo tuvo que pensarlo bien fuerte para verse otra vez dentro del globo.
—Tuvo que ser un gran hombre ese tal Conde de Toreno —Dijo su madre —un idealista de aquellos que lo dan todo por los demás…
Candela pensó para sus adentros que el conde tenía defectos como todos, pero una vez más prefirió guardar silencio. En ese momento percibió que, a pesar de haber estado fuera durante varios minutos, apenas habían pasado unos pocos segundos en el globo. Se hizo el silencio. El piloto no le quitaba el ojo de encima. La miraba disimuladamente por el rabillo del ojo. Candela pensó que algo debía de saber, pero le dio igual. Decidió disfrutar del viaje. Hasta ese momento no había sido consciente de estar flotando entre rocas. Sintió una paz especial y disfrutó de aquellos momentos únicos de silencio absoluto tan sólo rotos por el ruido del quemador cuyo sonido rebotaba en las paredes verticales de piedra de aquel fascinante paisaje. Detrás del globo, al Este, amanecía lentamente y el sol proyectaba la sombra de la aeronave sobre las rocas de la hoz. Candela recordó la canción “Cuando los rayos de sol, iluminan nuestra hoz…” Sonrió. Se sentía plenamente feliz. De repente el globo se aproximó a una roca enorme y Candela temió que fueran a chocarse. Su madre se le adelantó.
—¡Cuidado con la roca! —gritó.
El piloto sonrió —No se preocupe —no nos vamos a chocar —dio gas al quemador y el globo ascendió lentamente hasta rebasar la roca, flotando a pocos metros de ella. Candela pensó que podría haberla tocado con las manos de haberlo querido. Delante de ellos se recortó la ciudad, su ciudad. Parada hacía cientos de años. En medio de los edificios antiguos se levantaba la única torre que quedaba de la Catedral. Un pasajero dejo escapar un susurro.
—Oooooh.
El piloto volvió a sonreír —Allí la tienen, eso es Cuenca. La ciudad fue fundada en algún momento entre los siglos IX y X por los árabes, que vivirían en ella en torno a doscientos años.
En ese momento se levantó una suave brisa y Candela supo que volvería a viajar. Cerro los ojos y se preparó. Quería saber dónde le llevaría la Catabática esta vez.
AÑO 1115
Antes de abrir los ojos, sólo por el ruido de todas las voces que escuchaba, ya sabía que se encontraba en un lugar lleno de gente. Cuando los abrió no tenía ni la más remota idea de donde se encontraba. Frente a ella había un gran edificio blanco que tenía una torre adosada. La puerta, que era azul, de madera y estaba enmarcada por un arco en herradura, estaba entreabierta y dejaba ver un gran patio detrás rodeado de arcos, también blancos y ricamente adornados. En medio de ese patio había una fuente y un hombre con una túnica se lavaba los pies en ella. Detrás del edificio aquel, había una montaña que a Candela le pareció el Cerro de Socorro, uno de los tres grandes cerros que rodeaban a la ciudad, pero no tenía la estatua del Sagrado corazón de Jesús. Miró a su alrededor; enfrente del edificio había casas blancas, todas con las ventanas y las puertas pintadas de añil. En medio de lo que parecía ser una plaza había un mercado en el que se vendían productos de todo tipo; desde las más raras especias, que Candela jamás había visto antes, hasta cestos de mimbre, pasando por túnicas de seda y lana. Un señor trabajaba el cuero en un puesto mientras otro, más allá, golpeaba una tetera de plata con un pequeño punzón y un martillo. Algunos puestos tenían sus mercancías sobre mesas de madera y estaban cubiertos con telas para protegerse del sol. Otros, tenían solo una alfombra sobre la que colocaban sus cosas. Un señor tocaba una suerte de flauta frente a un cesto de mimbre y una serpiente bailaba al son de la música. A Candela aquello le hizo reír. Por todas partes había hombres y mujeres vestidos con túnicas de ricos colores y calzados con babuchas de cuero. Detrás de los puestos, al otro lado de la plaza, había un edificio mayor aun que el primero. Este estaba construido con ladrillo y piedra y tenía líneas de azulejos de bellos colores. Desde donde estaba, casi no se veía nada por culpa de la gente y de los puestos del mercado, pero aun así Candela pudo apreciar una muralla que rodeaba al edificio, así como una gran puerta en dicha muralla, embutida en un arco de herradura y decorada con bellos bajorrelieves, que estaba custodiada por dos grandes soldados. El conjunto de todo lo que veía le maravilló. No sólo podía admirarlo con los ojos, también alcanzaba a oler una mezcla genial de distintas fragancias. Igualmente, el sonido de las personas mezclado con el ruido de los artesanos y las flautas de los encantadores de serpientes, a Candela le parecía que formaba una música muy especial. Nunca había visto nada parecido.
De repente sintió una mano que le cogía del brazo. Se giró y vio una niña con una túnica verde clara, con finos bordados en las mangas. Tenía unos preciosos ojos almendrados y un pelo negro muy bien cepillado. En los pies llevaba unas babuchas amarillas, muy delicadas, con incrustaciones de piedras de colores. Debía tener más o menos la edad de Candela. Le dijo algo que no entendió a la vez que le tiró del brazo haciéndole señas para que la acompañara. Candela pensó que la niña hablaba un idioma muy raro; le recordó mucho al idioma que hablaba su compañero de clase Idrisi.
La niña de los ojos almendrados volvió a hablar:
—Vamos, acompáñame, no te quedes ahí parada —dijo. Esta vez sí entendió lo que le dijo, pero no pareció sorprenderle demasiado porque estaba claro que en aquel viaje todo era mágico y Candela aun no tenía la edad suficiente como para haber dejado de creer en la magia. La magia existía, eran los adultos los que se negaban a verlo. Se prometió que cuando fuera mayor no perdería la fe, miró a la niña, se encogió de hombros y la siguió.
—¿Dónde vamos? —Preguntó.
—Allí, a mi casa —dijo la niña señalando una puerta justo enfrente del edificio que tenía el patio interior, al otro lado de la plaza —es mejor que los soldados no te vean, y más después de aparecer así de repente.
Candela sonrió —¿Dónde estamos? ¿Qué es ese edificio? —dijo señalando la puerta azul entreabierta —¿Cómo te llamas?
La niña de los ojos negros la miro divertida. No parecía sorprenderle tantas preguntas.
—Estamos en Qunca y ese edificio es la Mezquita mayor, aunque también es la Madraza en la que los niños aprenden el Corán. Mi nombre es Zaida, como la princesa —dijo con cierto orgullo —vamos, corre, que últimamente los soldados andan bastante pesados —añadió mirando a los dos que custodiaban la puerta a lo lejos.
—¿Y aquello qué es? ¿Por qué tiene soldados? –volvió a preguntar Candela señalando el edificio de ladrillo y piedra.
—Aquello es el palacio —respondió Zaida dándole un fuerte tirón —y como sigas haciendo preguntas aquí, en medio del zoco, acabarás teniendo tú misma que responder las de los propios soldados.
Cuando entraron en la casa, Candela se sorprendió bastante. Nada más cruzar la puerta sintió un fuerte olor a incienso. Desde fuera parecía una casa sencilla de cal blanca, pero una vez dentro había un patio interior rodeado por una fila de arcos en herradura sujetos con esbeltas columnas finamente decoradas. El suelo era de azulejos verdes y blancos y había habitaciones a los lados. La parte de enfrente estaba abierta y se veía perfectamente el paisaje. Candela por fin, supo dónde estaba porque aquello sí lo conocía muy bien. Aquello era la hoz del Júcar.
—Ven, corre, vamos a buscar a mi mama. A ella le encanta coser contemplando el Xúcar —dijo Zaida. Atravesaron la habitación y bajaron por unas escaleras. Candela lanzó un grito de admiración. Aquello era fascinante. Había un montón de terrazas con plantas de todo tipo que colgaban hacia la hoz. Un poco más abajo se veían unas murallas. En algunos sitios había hombres y mujeres con ropas humildes trabajando la tierra. Un poco más abajo, sentada frente a un mirador protegido por un techado de madera, ricamente ornamentado, había una mujer, con el pelo cubierto por un fino paño, cosiendo.
—¡Mama, mama! —gritó Zaida mientras tiraba de la mano de Candela —Esta chica ha aparecido de repente en medio de la plaza – dijo en cuanto llegaron a su altura —Seguro que papá quiere saber de dónde ha salido. Mi papá es el juez de la Medina y además es astrólogo ¿sabes? —le dijo a Candela —por cierto, no has dicho como te llamas.
—Me llamo Candela —respondió ella un poco avergonzada porque no le gustaba hablar con adultos desconocidos. Por otra parte, no podía dejar de admirar el paisaje. Ahora sí sabía dónde estaba, pero todo era tan diferente, tan, tan diferente…
—Hola Candela, eres bienvenida a nuestra casa —dijo la mamá de Zaida —Veo que te sorprende lo que ves. ¿Habías estado aquí antes?
Candela se encogió de hombros pensando que ni ella misma podría explicar cómo había llegado hasta allí.
—Déjame adivinar —dijo la madre —por las ropas raras que llevas puedo asegurar que no vives aquí. Podrías venir vestida con alguna moda nueva de Marrakech, pero no lo creo —dijo pensativa —No eres musulmana ¿verdad?
Candela negó con la cabeza.
—¿Eres cristiana? —preguntó Zaida —¡no pareces cristiana!
La madre miró muy seria a su hija —No todos los cristianos son bárbaros, Zaida. Recuerda que todos somo hijos de Alá y que Alá siempre tiene su puerta abierta para todos. Zaida se cogió las manos por detrás de la espalda y miró sus babuchas avergonzada. La madre prosiguió —Aquí puedes estar tranquila, niña. Nosotros respetamos todas las creencias. Si no eres hija de Alá, entonces eres hija de Dios ¿Crees en el Dios cristiano?
Candela volvió a negar con la cabeza.
—Entonces eres judía —afirmó la mama —No pareces judía —afirmó examinándola con extrañeza.
Candela negó nuevamente con la cabeza, un poco incomoda con aquel interrogatorio.
—¿Cómo que no? Si no eres musulmana ni cristiana, tendrás que ser judía. La mentira no es una buena compañera de viajes, jovencita —dijo sería.
A Candela eso le sentó muy mal. Puede que no siempre dijera toda la verdad, pero no le gustaba nada mentir —No estoy mintiendo —dijo enfadada.
La madre la miró muy seria intentando reflexionar sobre aquello —Si no crees en el Dios cristiano, ni en el de los judíos ni en el auténtico y único Alá ¿En qué crees niña? —luego se quedó pensativa un momento y añadió —he oído historias de tribus más allá del Sahara que creen en Dioses lejanos, algo así como Zimba… ¿acaso tú crees en Zimba?
—Yo no creo en ningún Dios. Mi papá dice que no existe Dios.
Zaida levantó la mirada, abrió los ojos como platos y dio un paso atrás. Su mamá se puso muy seria y la miró fijamente —No sé de dónde has salido niña, pero hay cosas con las que no se puede bromear. No puedes entrar en nuestra casa, aceptar nuestra hospitalidad y ofendernos así. Esta broma no tiene ninguna gracia. ¿En qué Dios crees, niña?.
—Yo no creo en ningún Dios —dijo Candela visiblemente enfadada con aquello
—¡Pero como no vas a creer en ningún Dios! —dijo Zaida con la cara desencajada.
—No sé —respondió Candela —¿por qué iba a hacerlo?
Zaida la miraba aterrada y se alejaba de ella como si tuviera alguna enfermedad —¿Quién eres tú? ¿Qué eres tú?
—Soy Candela y soy una niña ¿no lo ves? —respondió Candela moviendo la cabeza y en tono de burla.
—La broma ha llegado demasiado lejos, niña. Te voy a mandar encerrar hasta que llegue mi marido para que te dé una lección. Él es el juez y sabrá perfectamente qué hacer contigo —se levantó, buscó con la mirada entre unos frutales que había más abajo y gritó en dirección a un hombre grande que estaba cargando un fardo de tela —¡Amir, ven aquí! Necesito que encierres a esta niña en una habitación hasta que vuelva el Señor a casa.
El hombre asintió con la cabeza y comenzó a caminar por un sendero hacia ellas. Candela, miró hacia arriba y entonces sintió la mano de la madre de Zaida agarrarla. Zaida se había alejado aún más y miraba todo con miedo. Candela dio un fuerte tirón, se liberó de la mama y salió corriendo hacia arriba lo más rápido que pudo.
—¡Catabática! ¡Sácame de aquí!
Si quieres continuar la historia, aquí tienes la tercera parte; Los viajes de Candela – tercera parte
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