ALFONSO VIII

—Ooooh, que bonito —decía la señora que quería conocer la Qunka árabe.

—Sí, es espectacular —decía el señor que no sabía diferenciar ciudades.

—Ahora voy a dar una vuelta de 360 grados para que todos ustedes puedan contemplar el paisaje al completo —dijo el piloto sin quitarle el ojo de encima a Candela.

Candela aun sentía en su mano el calor de la mano de Mateo. Metió la mano en el bolsillo y tocó la moneda. Aún estaba ahí. No quería sacarla porque tendría que dar demasiadas explicaciones y además el piloto no dejaba de mirarla todo el rato. Él sí sabía que algo extraordinario estaba pasando en aquel viaje. Candela pensó que no debía ser posible hacerse piloto de globo si no se creía en la magia y que por eso él no le quitaba ojo; porque sabía que aquel día todo era magia.

—Mirad, mirad las casas colgadas —dijo un pasajero que no había hablado hasta ese momento.

—Las construyeron en el siglo XIV —dijo el piloto.

—“Y eran muchas más” —pensó Candela, pero no lo dijo porque le daba vergüenza hablar con los mayores.

El globo giraba sobre sí mismo y avanzaba hacia la Plaza Mayor. Candela sentía como su mama le apretaba el brazo distraídamente mientras disfrutaba las vistas. Cuando vio la Catedral, en aquel lugar en la que un día había habido una Mezquita antes, sintió algo de pena. Desde su punto de vista la catedral era mucho más grande y bonita que la mezquita, pero se imaginaba a Zaida y su mama o sus descendientes, viendo como demolían una para construir otra. Debió ser un momento muy triste; ellas eran muy tolerantes con todos aquellos que creyeran en algo y no les debió parecer bien que destruyeran su mezquita. Definitivamente no entendía a los mayores y tenía la certeza de que los mayores tampoco la entendían a ella.

—Allí podemos ver la catedral de Cuenca —decía el piloto —Es una de las primeras catedrales góticas que se construyeron en toda España. Esto fue así porque Leonor de Plantagenet, la mujer de Alfonso VIII, el conquistador de Cuenca, era francesa y trajo a sus constructores para hacer esta catedral.

—Aquella es la estatua ecuestre de Alfonso VIII —añadió la madre encantada de poder aportar información al resto del pasaje.

Candela vio la nube acercarse y se imaginó a quien iba a conocer.

1177

Despertó en medio de un campamento gigante. Hasta donde conseguía ver había tiendas de tela de esas que había visto en las ferias medievales a las que le llevaban sus papas. Pero aquellas tiendas no eran blancas relucientes. Eran de distintos colores, estaban sucias, viejas y llenas de parches. De vez en cuando se veía alguna tienda un poco más grande y mejor cuidada. Esas estaban custodiadas por grandes soldados vestidos con armaduras que portaban enormes espadones. Por todas partes había gente haciendo cosas. Veía a unas mujeres cargar unos cestos con ropa sucia más allá, un hombre lustrar una espada algo mas cerca, otros estaban calentándose en un fuego y muchos dormitaban a la intemperie tapados con pequeñas mantas que casi parecían harapos.

Candela pensó que iba a vomitar por causa del olor; era una mezcla de pis, madera quemada y carne podrida. Aquello le pareció el fin del mundo. Al levantarse alzó la mirada y pudo ver un paisaje que conocía muy bien. En medio de tres cerros, a lo lejos, se podía ver Cuenca, pero no era la Cuenca en la que ella vivía sino la Qunca de Zaida. En seguida reconoció el palacio que le había enseñado la niña musulmana. Detrás se veía la torre de la Mezquita y a un lado se veían los jardines colgantes que había visitado antes. Todo el conjunto estaba perfectamente rodeado por una muralla que serpenteaba entre las rocas. Definitivamente aquella era una ciudad de cuento. Le hubiera encantado tener un teléfono móvil para poder hacer fotos de aquel viaje, pero era demasiado joven todavía. De cualquier modo, estaba segura que jamás olvidaría nada de lo que estaba viendo.

Definitivamente se encontraba en los terrenos de lo que más adelante sería el estadio de la balompédica Conquense. Candela había estado allí un par de veces viendo el futbol. No es que le gustara expresamente, pero adoraba pasar tiempo a solas con su papa, aunque este se pusiera muy nervioso y gritara a todo el mundo durante los partidos.

El olor la estaba mareando hasta el punto que tuvo que subirse la camiseta para taparse algo la nariz. En ese momento noto dos pares de manos que la cogían de cada uno de sus brazos y la levantaban en el aire.

—Ajá, estabas espiando ¿verdad? —oyó que decía uno a su derecha.

—Ja, estoy seguro que tus infieles amos querrán conocer los secretos de nuestro ejército —añadió el otro.

Candela no podía volverse a mirarlos porque iba literalmente flotando en el aire, pero sentía un fuerte aliento a ajo en ambos.

—Pues ya os va a dar igual, niña, mañana Conca será nuestra-

—No es Conca —dijo Candela —es Qunca.

—Cállate niña, nadie te ha pedido que hables —dijo uno el de la izquierda dándole un coscorrón. Candela respondió dando patadas al aire y mordiéndolo en una mano.

—Aaaaaah —gritó este —voy a matar a esta niña.

—No, espera, ya conoces las órdenes del Rey —le dijo el otro —busquemos un caballo y llevémosla con él.

—¿Y dónde está? ¿Tú lo sabes? 

—Está en el cerrillo, preparando con el resto de nobles la entrada en la ciudad.

—Está bien, está bien —dijo el otro algo molesto —la llevaré hasta el Rey. Quizás hasta me gane una buena recompensa.

—O quizás te las pida él a ti —dijo el otro comenzando a reír —¡después de esta campaña sólo tiene deudas y más deudas!

Al poco tiempo, Candela se encontraba montada en la grupa de un caballo, boca abajo. El hombre bruto que le había dado un coscorrón la había atado toscamente a la parte de delante de la silla de montar y galopaban hacia un lugar desconocido. Bajaron por una cuesta a un lugar donde había un puente de madera flotante. Había gente por todos los lados. Pequeños campamentos por aquí, mujeres lavando ropa por allá, un herrero golpeando el metal en otro lugar… eran miles de personas las que formaban parte de aquel ejército. Candela se preguntó si aquello si serían así todos los ejércitos porque a ella todo aquello le parecía un completo desorden. El lugar por el que cruzaron el río debía ser el sitio donde ahora había un polideportivo, pero no pudo asegurarlo. El río estaba lleno de troncos de árboles, pero allí no se veía un solo árbol vivo y todo estaba muy distinto. Después comenzaron a subir a una colina que Candela no conseguía localizar en la Cuenca actual. Todo era muy diferente a lo que ella recordaba. A mitad de la subida el caballo fue interceptado por un soldado que llevaba una cota de malla plateada. Aquello sí parecía un campamento militar. Había sólo una tienda y varios soldados, muchos con grandes espadones al cinto y algunos con ballestas. Al fondo, sentada en una silla de madera con la cabeza apoyada en la mano, igual que hacía Candela cuando estaba en clase, había una mujer que, nada más verlos se levantó y se dirigió a ellos. Era una chica joven que debía tener la edad su prima Alba, cerca de 18 años. Iba vestida con un traje de terciopelo verde y una capa roja también de terciopelo, con finos bordados. En la cabeza tenía un sombrero del mismo color que la capa que llevaba atado a la barbilla con un paño blanco de seda. En cuanto el bruto que llevaba a Candela la vio, descabalgó rápidamente y bajó a Candela al suelo sin ningún cuidado.

—Ay —se quejó Candela.

—Traigo una espía infiel, mi reina —dijo el bruto —estaba merodeando por el campamento a la busca de información.

La joven reina suspiró como suspiraba su mama cuando ella rompía algo —¿Pero no ves que es una niña?

—Sí, sí, una niña, pero menudo mordisco me ha dado —dijo el otro enseñando su mano.

—Acaso decís que esta niña se ha batido en combate con tan valiente soldado —le dijo la reina, mirándolo de arriba abajo, a modo de sorna.

El otro agachó la cabeza, avergonzado y por fin candela pudo verlo bien. Debía medir poco más de metro y medio de altura y estaba bastante fuerte. Tenía la cara mal afeitada. Candela aprovechó para darle un puntapié con todas sus fuerzas.

—Ay —gritó el soldado levantando la mano para darle un sopapo.

—Dejarla en paz —ordeno la reina —¿no habéis tenido ya bastante?

—Perdonad, mi reina —se disculpó el bruto —quizás podría su excelencia darle una recompensa a este humilde servidor por este hallazgo.

—No se preocupe usted que queda apuntado en las cuentas del rey —le respondió la reina sin ni siquiera pedirle el nombre.

El otro hizo una mueca, se subió al caballo, y se fue galopando por donde había venido.

—Venid conmigo —le dijo la joven reina a Candela tendiéndole la mano. Tenía unos ojos grandes y, si bien no le parecía especialmente guapa, había algo en ella que la hacía muy atractiva —Te voy a llevar a ver al Rey que está allí, observando Qunca. La ciudad por fin se ha rendido, después de nueve meses de asedio, y mañana haremos nuestra entrada triunfal ¿Sabes? ¿De dónde has sacado todas esas ropas tan raras? —Añadió mientras la miraba de arriba abajo —¿Y ese grabado que llevas en tu camiseta? ¿Qué es? – añadió tocando el algodón de la camiseta muy seria.

—Es un dibujo de la catedral de Paris —respondió Candela —lo compré… hace ya tiempo —añadió tratando de evitar hablar del parque de atracciones.

La reina se quedó pensativa un rato mirando la camiseta. Se había puesto en cuclillas delante de Candela —No sabía que ya hubieran terminado la portada de Notre Dame, pero me resulta muy extraño que una niña se presente aquí con un boceto de la portada el día anterior a la entrada en Qunca.  Hmm, esto tiene que significar algo— añadió pensativa y luego volvió a mirar la camiseta – esta nueva moda del gótico es tan bonita, tan, tan bonita… —dijo para sus adentros como si intentara memorizar la imagen en su interior. Al final se levantó, agarró a Candela de la mano y le dijo, vamos, te voy a llevar ante el rey que está allí con sus caballeros principales – dijo señalando la cima de la colina en la que había una veintena de personas, al tiempo que hacía una mueca divertida.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Candela pensando que le caía bien la joven reina.

—¿Pero de dónde has salido, niña? —le respondió la reina echándose a reír —Mi nombre es Leonor; Leonor de Plantagenet.

—Yo me llamo Candela —le respondió pensando que era mejor no contarle de dónde había salido.

La reina le guiño un ojo y la llevo de la mano hasta la cima de la colina. Allí había varios hombres reunidos.  Algunos llevaban túnicas blancas colocadas sobre cotas de mallas, cada uno con una cruz roja bordada, pero cada una de las cruces muy diferente a las demás. Había uno con barba blanca, que tenía una cruz con el palito de abajo muy alargado, otro más bajito y fortachón que tenía una bordada más adornada. Un poco más atrás estaba uno con aire serio; su cruz era más sencilla que la de los otros dos. También había un señor con una sotana marrón y varios caballeros con distintas armaduras. Todos, salvo el señor del hábito, llevaban enormes espadones en sus cintos. Rodeando al grupo había una serie de hombres armados con ballestas que tenían espadas más pequeñas al cinto. Estos últimos vestían con un ropaje de paño marrón y llevaban cascos de metal que parecían platos puestos al revés. En medio de todos ellos sobresalía un joven mucho más alto que los demás que llevaba una bonita corona en la cabeza.

Cuando Candela pudo asomarse a ver el paisaje que se apreciaba desde la colina dudó si realmente aquello que veía era Cuenca. Todos los edificios eran blancos, con las puertas y las ventanas azules, menos el palacio que era de ladrillo y piedra y relucía imponente por encima del resto de construcciones. Desde allí se veían todos los edificios principales; la gran mezquita que también era Madraza, el palacio, un castillo que había más arriba y varios otros que Candela no supo para qué eran. Lo más sorprendente era que, debajo de la muralla, justo enfrente de ellos, había un enorme lago, y anexo al lago, muchas tierras de cultivo. Por todas partes había pequeños campamentos. El lago estaba lleno de personas limpiando la ropa o cogiendo agua para transportarla después. Había gente a la orilla, tanto en el lado de Qunca como en el lado del ejército de Alfonso VIII. Unos a otros se miraban con cierto recelo. Candela estaba segura que no había ningún lago en toda Cuenca. Aquello era un absoluto misterio.

—Buenos días —dijo la reina al llegar —¿ya han decidido vuesas mercedes como se van a repartir la ciudad? —Todos bajaron la cabeza en señal de respeto a la reina y les hicieron un pasillo para que pudieran acceder hasta el joven. Candela pensó que definitivamente aquello sí parecía un ejército.

El joven, que apenas tenía barba aun, habló con mucha seguridad —En eso andamos mi querida reina —dijo —tratando de decidir cómo nos vamos a repartir Qunka a partir de mañana. Mirad, allí abajo, junto a la puerta de Huete, la orden de Santiago va a hacer un hospital.

—Un hospital para peregrinos y pobres, mi reina —dijo el hombre de la barba blanca y la cruz del palito largo.

—A la orden de Calatrava le vamos a dar más encomiendas allá por los campos de Castilla, aunque algo también habrá que darles dentro de la ciudad.

—A su servicio mi reina —dijo el hombre bajito y fortachón con una sonrisa forzada.

—Y aquí a los del Temple —añadió mirando de reojo al hombre malhumorado – les vamos a dar aquellos terrenos al lado del rio Xucar y, posiblemente, algún terreno dentro de la parte amurallada.

—Lo más cerca posible de la catedral, majestad —dijo secamente el otro.

—Obviamente demoleremos la mezquita nada más entrar para hacer una gloriosa catedral —añadió el de la túnica marrón.

—Absolutamente, obispo Cerebruno —dijo el rey —y haremos un fuero para todos los habitantes.

—Para todos los que abracen la verdadera fe, querrá decir mi señor —le corrigió el obispo.

—Bueno, ya discutiremos esos detalles —dijo el joven rey sin dejarse amilanar —ahora tenemos un problema, mi querida reina y quizás nos puedas ayudar tú, mi reina. Por cierto ¿Quién es esa niña que te acompaña?

—Esta niña se llama Candela y, según uno de los soldados que tenéis acampados en la Fuente Santa, es una espía de la ciudad —El obispo Cerebruno miró a la niña con cara de pocos amigos. El rey soltó una carcajada —De acuerdo, de acuerdo —dijo riéndose —guarden ustedes, queridos señores, todos sus secretos no vaya a ser que la niña se los robe —Todos rieron menos el de la orden del Temple que seguía con cara de pocos amigos y el obispo que la miraba con aire desconfiado. – Tal y como te decía – continuó el rey – tenemos un problema. Mañana tenemos que entrar triunfalmente en la ciudad, pero no nos decidimos en qué orden desfilar. Aquí nuestros amigos de Santiago, Calatrava y el Temple —dijo señalando a los tres hombres que iban vestidos con túnicas —no se ponen de acuerdo y el obispo Cerebruno —añadió guiñando un ojo a la reina —no ayuda.

—El Temple no puede consentir ir en la comitiva por detrás de otras órdenes, mucho menos detrás de estos Santiaguistas que jamás han entrado en combate antes- dijo el hombre serio.

—Yo ya combatía antes de que usted naciera, insolente —dijo el hombre de la barba blanca echando mano a su espada.

—No voy a permitir que un representante del Temple desfile por delante de mí, que soy el gran maestre de la orden de Calatrava —añadió el tercero.

—Yo no sólo represento al Temple, también represento a mi rey Alfonso de Aragón que mucho y bien ha ayudado en esta empresa. Hemos arriesgado mucho dinero en esta guerra y no merecemos que se nos ofenda de esta manera.

—Nosotros también lo hemos hecho, y los Santiaguistas —replicó el de Calatrava.

—Otros —intervino un soldado que hasta entonces se había mantenido callado a las espaldas del rey ­—hemos arriesgado nuestras vidas, y más de una vez —añadió ofendido.

—Mi querido Gómez, no avive usted también esta disputa, que si no, me temo que no vamos a acabar nunca —dijo el rey poniéndole una mano en el hombro de forma cariñosa al que acaba de intervenir.

—Elijan el orden que quieran, siempre la iglesia desfile por delante del resto —sentenció el obispo Cerebruno.

La reina trataba de aguantarse la risa —Quizás para un tema tan importante como este —dijo lo más seria que pudo – nos pueda ayudar una niña. ¿Tú qué opinas Candela?

A Candela no le gustaba nada hablar con la gente mayor y ahora todos aquellos caballeros la miraban solo a ella. En ese momento se acordó de Zaida, de su mama y de los jardines colgantes que daban a la hoz del Xúcar, que desde allí no podían verse, y dijo —Yo es que no entiendo por qué tienen que hacer un desfile de entrada a la ciudad.

El rey echó la cabeza hacia atrás lanzando una carcajada —Sencillamente porque acabamos de conquistarla, niña. Se han rendido por fin, después de nueve duros y caros meses —dijo mirando de refilón a los hombres de la túnica blanca.

—Ya, pero a lo mejor ellos no querían que les conquistasen la ciudad —respondió Candela incomoda porque todo el mundo la miraba.

—Claro que querían —dijo el obispo —ahora deben estar llenos de gozo de poder adorar al Dios verdadero —Lo decía muy serio señalando hacia arriba con su dedo índice.

—No sé —dudó Candela —yo creo que si quisieran adorar al Dios verdadero lo habrían hecho directamente “que manía tenían todos con Dios últimamente” pensó para sus adentros.

—Ellos no lo saben, pero su corazón busca la verdad —dijo el obispo muy serio. Ahora todos callaban.

—Quizás ellos estén bien ahora y no quieran cambiar —dijo Candela encogiéndose de hombros.

—Pues quizás eso no lo puedan saber porque nunca han abrazado la verdadera fe —replicó el obispo claramente molesto —¿cómo pueden saberlo si nunca lo han hecho?

Candela lo miró pensativa. El obispo tenía razón. Aquella gente no podía saber si iba a estar mejor o peor ahora, de la mano de estos jóvenes reyes, porque nunca lo habían experimentado —No sé —dijo al fin —yo no sé si mis papás son los mejores papás de todos, pero no los cambiaría por nada del mundo porque para mí sí que lo son.

Se levantó un murmullo general entre todos los caballeros. El obispo la miro rojo de rabia —Esa niña está poseída por el mismísimo diablo —gritó.

—Dejemos al diablo en paz por un día —dijo el joven rey tocándole el brazo —y volvamos a nuestro trabajo de hoy. A ver caballeros, pónganse de acuerdo ¿Por qué no desfilan todos a la misma altura? ¡Por el amor de Dios! —luego volviéndose a la reina le guiño un ojo y le dijo – anda, llévate a la niña de aquí antes de que alguien quiera colgarla de los pies.

La reina tiró de la mano de Candela y se volvieron colina abajo.

—Eres muy valiente, niña. Muy valiente. Me tienes que contar muchas cosas. ¿Sabes? He decidido que voy a escribir a mi madre para que traiga trabajadores de Francia y podamos hacer una catedral a la última moda gótica como la de Paris ¿Qué te parece? —mientras hablaba doña Leonor, Candela vio aproximarse nuevamente la nube de la Catabática. Le dio algo de pena dejar a aquella simpática reina —Me encantaría hacer una pequeña Notre Dame aquí en Cuenca, ¿tú qué opinas Candela?

Candela ya no tuvo tiempo de responder porque la nube se la llevaba otra vez a su mundo.

 

 

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